Fue en esa tarde, ya fresca porque era la mitad de junio, cuando decidí terminar con todo. Las palabras me habia pesado demasiado y las habia dejado caer como un bulto irregular que me lastimaba la espalda con sus filos.
El día era normal, con sus insignificancias salvadoras en rutina y tedio. Un discreto desayuno con dos tazas de café y un ibuprofeno. Almuerzo detrás del escritorio. Media sonrisa entre los papeles que bailaban en mis manos.
Por momentos una canción o una bocina me despertaban y los pensamientos volvían a enroscarse en mi estómago, clavando los colmillos llenos de veneno.
*pasar canción*
*cerrar ventana*
*apagar las luces*
Como dije, la tarde era fresca y mis dedos jugueteaban con los boletos viejos del bolsillo de la campera. En la farmacia pedí más ibuprofenos, los asesinos del dolor.
Al lado de la puerta está un viejo sentado, con un carrito lleno de bolsas, aferrado a su bastón mientras su cuerpo se mueve inconexo y su mirada parece perderse en cada movimiento.
Son 37 pesos, le dice el vendedor y el viejo le estira un botecito plástico transparente lleno de monedas y billetes apretujados. El vendedor vacila pero lo toma, lo abre y empieza a sacar cada billete mientras cuenta. El viejo no deja de moverse -¿hace cuánto que no podrá parar?-, lo miro impúdica como los chicos fascinados por lo extraño, hasta que nuestras miradas se encuentran, por voluntad o por casualidad.
Pago mis remedios a un chico de voz muy grave, con un reloj pulsera demasiado grande.
Salgo a la calle que está sucia y bulliciosa; un muchacho sonriente toca una pandereta sin ritmo pero con muchas ganas, fuera de este mundo, quién sabe en cual. El golpeteo histérico me acompaña hasta la esquina y ahi me doy cuenta, no podemos ser todos héroes, este es el momento de capitular.
2 comentarios:
definitivamente... no siempre podemos ser héroes
Grossa!
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