El viejo estaba postrado en esa cama hacía meses en su cuarto, desde donde observaba el mundo realizarse sin su presencia. El viejo pensaba que no le tenía miedo a la muerte porque eso es lo que se espera de la gente que tiene algo que perder, como juventud o sueños por realizar, él a su edad como todos, acepta y no pregunta.
La muerte, pensaba, era un tema más de los que debían ocuparse los filósofos y él de filosofía no entendía mucho. O ya no quería entender porque se supone que a cierta edad ya es inútil aprender cosas.
A las diez en punto llegó Estrella, la enfermera. Quizás no se llamaba así y le había mentido, aunque sería difícil mentirles a sus hijos y a sus nietos también. Para él la enfermera, alta y de huesos pesados, podría llamarse Marta o Alicia, nombres que le quedarían mejor por su apariencia. Estrella era nombre de niña bien, delicada.
Estrella le curó las heridas del cuerpo y le cambió el vendaje de los muñones de las piernas. La diabetes fue generosa al elegirlo y ahora, postrado, soportaba la rutina de recibir a Estrella todos los días y ver los pedazos de sus piernas.
Al menos no estaba senil, lo tranquilizaba Estrella. Ella que trabajaba para otros viejos postrados y para geriátricos, contaba historias de gente abandonada, gente que se perdía al volver de las compras, gente que no reconocía ni a sus hijos, gente a la que la comían los piojos.
Cada día era una nueva historia, pensaba el viejo, o las mismas de siempre en orden aleatorio para no aburrirlo.
Estrella hablaba de sus hijos, el más chico ya terminaba la escuela y seguiría la carrera de enfermería como ella. Hablaba con orgullo, ajustando mecánicamente agujas a jeringas, su hijo sería un gran enfermero y ella podía conseguirle después un trabajito por medio de los tantos doctores que conocía.
La práctica hace al maestro, decía. Estrella tenía la costumbre de decir frases hechas al terminar sus anécdotas, como sentencias, como la afirmación del relato contado; se ponía seria aunque el delantal que usaba para bañarlo era chistoso.
Su hija más grande era fotógrafa y había viajado por todo el mundo. Su vida era un sueño, repetía, conocerá cosas que jamás hubiese podido darle, ¿me entiende?
El viejo asentía mientras recalcaba la importancia de la educación y el buen ejemplo de los padres. Estrella sonreía.
Pero los hijos son voluntades al viento, pensaba. Importa un comino la educación y el ejemplo, los hijos nunca son los que los padres quieren, nunca. Es una lotería, pensaba. A veces salen menos peorcitos que otros pero esa es la ley, uno tampoco ha sido el hijo ideal para sus propios padres. Pero hay que soportar, que son nuestros, carne y sangre propia, hay que amarlos y cuidarlos, ellos nos cuidarán cuando llegue nuestro momento de quedarnos postrados.
Estrella habla de la televisión y las noticias, todo está caro y la inseguridad es mayor, los chicos están todos rebeldes, todo está mal.
Así nos va, así nos va, repite el viejo, incorporándose un poco para ayudarla a que cambie las sábanas. Desde que tiene memoria las cosas están caras, hay robos y muertes y los chicos se rebelan. Es la ventaja de ser viejo, ya se ha visto todo dar vueltas como un trompo y se sabe con certeza que será así siempre.
Espera que se case, dice la enfermera que ha vuelto a hablar de su hija, la fotógrafa. Casarse y tener hijos como Dios manda.
Porque es Dios y sólo él quien nos guía con su Espíritu por el buen camino hacia la salvación. Y con diez mandamientos que hay que cumplir, el viejo sabe que no ha cumplido con todos pero se casó y tuvo hijos y éstos los suyos. Su misión en
El viejo sabe que no le queda demasiado y bien está, porque ha vivido mucho y ha aprendido otro tanto, ha sido justo y ha vivido tranquilo con su Dios y los hombres. Honrado. Ha sido honrado. Soporta esa enfermedad con estoica resignación y sus piernas cercenadas tampoco le servían para mucho enteras. El hombre cumple su destino, piensa mientras le pide a Estrella que le alcance unos papeles.
Su herencia pendiente de su firma y su vida, sus logros pasarán a sus hijos, como la posta de una carrera interminable. Él que se sabe justo y honesto les reparte equitativamente porque sus hijos son amados por igual sin hacer diferencias, el amor es así.
Estrella lo mira complacido y elogia su casa y su familia, le recuerda que hay gente que no tiene esa suerte, pobres infelices.
El viejo se queda solo y postrado, esperando el fin como cada día de su larga vida y repite con amargura, pobres infelices.
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Foto: Rafael Navarro
3 comentarios:
wow.. excelente. Sos realmente una escritora que me gusta mucho.
cada vez que lo leo me gusta mas
igual después se muere y los hijos se sacan los ojos por un par de propiedades
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