Querido M:
Ayer encontré
dentro de un libro un papel escrito con el título de Velociraptors. Data de hace dos años (como así la compra del libro)
y en lo que puedo leer (la letra es terrible, apurada, trazos sin forma), está
dirigido a mi madre.
No es que ella
esté familiarizada con este tipo de dinosaurios (o cualquier otro) sino que los
utilicé para compararla por un comportamiento en particular.
No es una feliz
comparación, lo admito, aunque también la comparo en su ferocidad y su
inteligencia debido a un episodio de mi infancia que recordé, luego de años
encerrado en mi memoria. Te lo describo:
Tendría
acaso ocho años y estábamos en la casa de verano, en el campo. Era el
crepúsculo. Mi madre paseaba por el porche y yo trataba en vano de llamar su
atención, como todos los días. Algo hizo estallar su ira (solía ser una niña
irritante) y me retó con fuerza.
Recuerdo que me dirigí a un rincón de la galería y comencé a sollozar.
Mi madre me miró (estaba muy enojada aunque su apariencia era de una calma rígida)
y me dijo, dura: no te hagas la víctima.
Mis sollozos
cesaron (¿o aumentaron?) debido a la sorpresa, más que a la crueldad del
comentario. Era chica, querido M, pero ya sabía diferenciar bien las crueldades
ajenas, casi acostumbrada a ellas. Aunque nunca la había esperado de alguien
tan íntimo. Después de decirme aquello, mi madre desvió la mirada con desprecio
y prosiguió con lo que sea que estaba haciendo, impasible.
Esas palabras, sin embargo, me picaron como
una vieja cicatriz, después de casi 25 años. Me devolvieron al rincón, a verme
a mí misma como un bulto lloroso, esperanzada en un poco de bondad materna.
Fue efectiva, mi madre,
reconozcámoslo. Fue un corte quirúrgico. Un ataque directo al flanco débil,
movimiento astuto, preciso. Ella sabía (¿de dónde sacan esos conocimientos las
madres? ¿Hay una logia secreta? ¿Un libro de procedimiento?), ella sabía
exactamente lo que estaba haciendo, feroz, fría, fantástica.
Lo sé y lo veo
ahora, querido M. No sabes cuán valiente quiero ser y cuán espectacular es mi
derrota diaria, antes de intentarlo de nuevo. Pero no me lo puedo permitir,
porque cada vez que caigo, veo su cara, sus ojos, esa mueca mortífera y dura
que me dice que no me haga la víctima.
No lo soy. Y ella
sabía que no podría serlo (indefensa, esperando salvación de alguien, desesperada
por ayuda), ella sabía quién era yo. Ella lo sabía y me lo mostró.
Cuán largos son
algunos caminos, querido M.
Con
cariño.
C.