Del otro lado de la cama alguien dormía. Yo no podía dormir, ni esa noche, ni muchas anteriores.
Me escabullí al día y el sol me castigó los ojos, estaba muy alto y supe que era tarde.
Tomé un taxi hacia el este y llegué -fortuitamente- puntual a la cita. La recepcionista era una joven de voz profunda que me hizo algunas preguntas antes de ponerme un formulario con una lapicera enfrente.
-¿Qué son queloides? le pregunté.
Me lo dijo y anoté que no. No tenía eso ni todas las otras dolencias detalladas.
Firmé. Pagué. Esperé.
Abrí el libro de bukowski y leí hasta que me asqueé un poco de las mismas historias, los pitos y las tetonas, y los vómitos y esa indiferencia afectada. Me aburre su indolencia.
Quince minutos después me llama un chico bajito y un poco gordo, con una barba espesa detrás de un barbijo. Nos saludamos.
Me calca el dibujo en el cuerpo.
-Sentate cómoda- me pide.
(Sostiene esa especie de torno. Lo escucho aullar pero no me intimida, ya lo he visto antes).
El primer pinchazo se siente en la espalda.
-¿Duele?
Le contesto con una broma zonza.
Nos callamos y solo se oye el traqueteo de la aguja que va y viene por mi piel llenándome de tinta. Por el espejo veo la mano enguantada que se mueve, lastimándome.
-¿Duele?
(No, Hace mucho que nada duele. Por eso estoy aquí.)
Necesito que duela por todo lo que no puedo dejar doler, por todo lo que no puedo gritar, por los secretos y las lágrimas que disimulo detrás de películas sosas.
Me dibuja las últimas líneas, son las difíciles. Siento como si un cuchillito me abre la piel y ese motor que brama incesante. No me quejo: sonrío. Como abrir un viejo álbum de fotos y verse tan pequeño, tan otro, tan uno.
Esa noche duermo en paz.