4.10.15

VELOCIRAPTORS (una carta)

               Querido M:

                               Ayer encontré dentro de un libro un papel escrito con el título de Velociraptors. Data de hace dos años (como así la compra del libro) y en lo que puedo leer (la letra es terrible, apurada, trazos sin forma), está dirigido a mi madre.

                               No es que ella esté familiarizada con este tipo de dinosaurios (o cualquier otro) sino que los utilicé para compararla por un comportamiento en particular.

                               No es una feliz comparación, lo admito, aunque también la comparo en su ferocidad y su inteligencia debido a un episodio de mi infancia que recordé, luego de años encerrado en mi memoria. Te lo describo:

                               Tendría acaso ocho años y estábamos en la casa de verano, en el campo. Era el crepúsculo. Mi madre paseaba por el porche y yo trataba en vano de llamar su atención, como todos los días. Algo hizo estallar su ira (solía ser una niña irritante) y me retó con fuerza.  Recuerdo que me dirigí a un rincón de la galería y comencé a sollozar. Mi madre me miró (estaba muy enojada aunque su apariencia era de una calma rígida) y me dijo, dura: no te hagas la víctima.

                               Mis sollozos cesaron (¿o aumentaron?) debido a la sorpresa, más que a la crueldad del comentario. Era chica, querido M, pero ya sabía diferenciar bien las crueldades ajenas, casi acostumbrada a ellas. Aunque nunca la había esperado de alguien tan íntimo. Después de decirme aquello, mi madre desvió la mirada con desprecio y prosiguió con lo que sea que estaba haciendo, impasible.

                  Esas palabras, sin embargo, me picaron como una vieja cicatriz, después de casi 25 años. Me devolvieron al rincón, a verme a mí misma como un bulto lloroso, esperanzada en un poco de bondad materna.

                Fue efectiva, mi madre, reconozcámoslo. Fue un corte quirúrgico. Un ataque directo al flanco débil, movimiento astuto, preciso. Ella sabía (¿de dónde sacan esos conocimientos las madres? ¿Hay una logia secreta? ¿Un libro de procedimiento?), ella sabía exactamente lo que estaba haciendo, feroz, fría, fantástica.

                               Lo sé y lo veo ahora, querido M. No sabes cuán valiente quiero ser y cuán espectacular es mi derrota diaria, antes de intentarlo de nuevo. Pero no me lo puedo permitir, porque cada vez que caigo, veo su cara, sus ojos, esa mueca mortífera y dura que me dice que no me haga la víctima.

                               No lo soy. Y ella sabía que no podría serlo (indefensa, esperando salvación de alguien, desesperada por ayuda), ella sabía quién era yo. Ella lo sabía y me lo mostró.

                               Cuán largos son algunos caminos, querido M.


                                                                                            
                                                                                 Con cariño. 


                                                                                               C.

30.8.15

CUCHILLITO

Del otro lado de la cama alguien dormía. Yo no podía dormir, ni esa noche, ni muchas anteriores.
Me escabullí al día y el sol me castigó los ojos, estaba muy alto y supe que era tarde.

Tomé un taxi hacia el este y llegué -fortuitamente- puntual a la cita. La recepcionista era una joven de voz profunda que me hizo algunas preguntas antes de ponerme un formulario con una lapicera enfrente.

-¿Qué son queloides? le pregunté.
Me lo dijo y anoté que no. No tenía eso ni todas las otras dolencias detalladas.
Firmé. Pagué. Esperé.

Abrí el libro de bukowski y leí hasta que me asqueé un poco de las mismas historias, los pitos y las tetonas, y los vómitos y esa indiferencia afectada. Me aburre su indolencia.

Quince minutos después me llama un chico bajito y un poco gordo, con una barba espesa detrás de un barbijo. Nos saludamos.

Me calca el dibujo en el cuerpo.
-Sentate cómoda- me pide.
(Sostiene esa especie de torno. Lo escucho aullar pero no me intimida, ya lo he visto antes).

El primer pinchazo se siente en la espalda.
-¿Duele?
Le contesto con una broma zonza.

Nos callamos y solo se oye el traqueteo de la aguja que va y viene por mi piel llenándome de tinta. Por el espejo veo la mano enguantada que se mueve, lastimándome.

-¿Duele?
(No, Hace mucho que nada duele. Por eso estoy aquí.)

Necesito que duela por todo lo que no puedo dejar doler, por todo lo que no puedo gritar, por los secretos y las lágrimas que disimulo detrás de películas sosas.

Me dibuja las últimas líneas, son las difíciles. Siento como si un cuchillito me abre la piel y ese motor que brama incesante. No me quejo: sonrío. Como abrir un viejo álbum de fotos y verse tan pequeño, tan otro, tan uno.

Esa noche duermo en paz.



1.6.15

HISTORIA DE VERANO


Recordó aquella vez en la playa cuando le mostraron una aguaviva que la corriente había dejado en la arena. Transparente y pegajosa, escurridiza, no había que tocarla. Era peligrosa y ausente como un fantasma.

Pasó su mano entre las piernas y sintió la humedad que desbordaba la ropa interior. La bajó despacio  para encontrarse con esa pequeña aguaviva deslizándose por los muslos sin que se diera cuenta. Se metió en la ducha y refregó la prenda con agua pero los fluidos no se escurrían fácilmente. Entre sus piernas pasaba algo parecido: un filamento quedó suspendido entre sus dedos cuando se tocó, adentro, entre los vellos mojados. Olió con curiosidad aunque sabía que la orina no tenía esa densidad.

Recordó las ostras y otra vez el mar. El olor fuerte en el puerto. Por qué llamaban a una parte de su cuerpo como aquel caparazón que albergaba una perla y mucosidades tan parecidas a las que estaba encontrándose.

Tomó el jabón y lavó con fuerza la prenda hasta que no quedaron restos de los fluidos. Abrió las piernas y procedió a hacer lo mismo, hasta quedar limpia.

El beso fue esperado y las manos en la cintura apretándola, también. Una cosquilla se instaló en el vientre y fue fácil dejar entrar la lengua suave a acariciarle la boca. Sus brazos alrededor de la nuca lo atrajeron hasta sentir los latidos y la agitación al unísono con su pecho. La presión en sus caderas y un animal creciendo ahí cerca.

La tarde cayó rápido y corrieron a la casa donde se despidieron con timidez. El verano enfebrecía con los grillos gritando, escapando en la humedad.

Se secó el cuerpo y se acostó, pensando en la boca y en el cuerpo. Se acurrucó sonriendo y se durmió con su mano entre las piernas, soñando con el mar.